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  • br X Desde esa exigencia de una correcta hermeneusis

    2019-05-30


    X. Desde esa exigencia de una correcta hermeneusis receptora, la mecánica expositiva del misterio procederá, sin embargo, complicando esa primera alegoría que ya es el sacramento en sí y levantando, purchase Nocodazole partir de la transposición o metáfora que diseña (Cristo como pan, Cristo como vino de vida), pequeños cuadros análogos o imágenes desplegadas que el sermón repasa, interroga y responde, proporcionando a su vez lemas y exégesis individuales, produciendo tablas emblemáticas o series de empresas, cada una de las cuales proponga a los ojos interiores de la fe los imposibles de esta cena mística: dios se da a comer al hombre “por modo y traza tan inefable”; dios cabe pequeño y total en el círculo de consagrado trigo; dios está entero, en cuerpo y alma, bajo las especies del altar; dios no se reparte en las porciones divididas de aquella, sino que se da único y unido como el sol se refleja, todo él, en los fragmentos de un espejo roto, artículos básicos del barroquismo sacramental a los que la Symbolica del jesuita Jacobo Boschio da cumplida catalogación gráfica. Al trabajar con la semántica de la digestión, y apelar a una especie de “piedad gastronómica”, multiplicando toda una metafórica de la transubstanciación divina bajo la sustancia humilde de la harina, con efectos “reales en la somática del cristiano consumidor”, el Sacramento se acoge a una fenomenología contradictoria, a una dinámica de lo inescrutable y a la retórica pleonástica de la más pura tradición religiosa barroca, consciente de provocar el “dulce” pavor de percibir que tanto “se encierre en pan tan breve”. Por este camino, sin aminorar un ápice las consecuencias de una puesta en escena tremendista, se acerca la homilética de indios a la predicación común y letrada en los púlpitos peruanos, hasta desactivarse por un instante la brecha instaurada entre una y otra, cuando la oratoria a criollos y españoles, despegada de problemas prácticos, hilara el tejido culterano de la fineza crística en los sermones de José del Aguilar o hallase retorcidos enjambres de analogías en la prosa de Espinosa Medrano. ¿Qué hace Jesús, por ejemplo, en la “Oración Panegírica al Augustísimo Sacramento” en Cuzco por el Lunarejo bajo el perfil ingrato de una murena en beso de amor con la culebra/alma, que acude a Transduction esa unión oceánica tras haber vomitado sus pecados en forma de veneno en la orilla del mundo?
    XI. Si nos detenemos en un auto como El dios pan que, firmado por Mexía de Fernangil, elige el género de la égloga en tanto vía de convicción evangélica o de soberbia exposición pedagógica y pone en escena la conversión del pagano Damón tras asistir a la celebración de un Corpus Christi con todas y cada una de sus aporías, nos encontramos rebasado ampliamente el límite de lo bizarro que un misterio como el de la Última Cena, explicado a legos, podía permitirse. No es éste el lugar para discutir la adscripción teatral de la obra o su condición más bien irrepresentable. Lo que no cabe duda es de su voluntad aleccionadora respecto a uno de los asuntos teológicos centrales en la época: algo de lo que ofrece señales la conformación dialogada de la pieza y su utillería de imágenes o emblemas con los que volver plásticas las difíciles verdades expuestas, recursos ambos (óptica, diálogo) que recomendara el Tercer Concilio como vía preferente de adoctrinamiento. Poco a poco, mediante la contemplación de altares levantados por el Corpus en una ciudad que podríamos identificar —en lo argentino de sus referencias— con la Potosí, productora de plata, y gracias a la persuasión de las razones planteadas por el cristiano Melibeo, el pastor Damón acaba convencido de la superioridad y grandeza de una religión que brilla con el sacrificio sacramental de su figura máxima. Pero la obra reduce la analogía entre la Comunión con la hostia consagrada y el dios Pan del título a la sola homofonía del nombre. Y, al contrario, como arrepentida de la audacia, apenas explota las concomitancias derivadas, quizá por ser la deidad griega una figura hedonista y epicúrea, vinculada a una naturaleza sensual y a un caos sin ley, como fijará de modo rotundo Baltasar de Vitoria en su Primera Parte del Teatro de los dioses de la gentilidad. En cambio, las posibilidades de otras alegorías no se pasan por alto cuando María se vuelva una Ceres católica que amasa y hornea, en el amor de su virgíneo vientre, la nueva y salvadora hogaza mística de su hijo y mesías.